Un 20 de diciembre soleado, frío como el de hoy, desperté con más ilusión que la de costumbre, era mi primer embarazo y ese día teníamos cita mi esposo y yo para escuchar el corazón de quien sería nuestro bebé.
Fue hace 9 años, no olvido el día porque fue el mismo en que nació una de mis sobrinas, recuerdo que fuimos al hospital a felicitar a los primos por el nacimiento de su bebita, una niña encantadora que a la fecha lo es aún más, a quien hoy le celebramos su cumpleaños.
Luego de haber ido al hospital, nos fuimos con muchas expectativas a ver al doctor, esa cita estaba pendiente desde hacía una semana y la expectativa y emoción sobre las 12 semanas de gestación era muy intensa. Entré, esperé en la sala de espera, como lo hacía usualmente, ansiosos porque ya queríamos que llegara el momento. Finalmente nos llamó la enfermera del doctor, me pidió que me quitara la ropa y que me pusiera la típica bata de clínica de ginecólogo con “las pitas hacia atrás”… me senté en la camilla a matar el tiempo con mi esposo, hablando de todo y nada para bajar la ansiedad, esa que te hace hablar cualquier tontera.
Entró el doctor y me pidió que me acostara en la camilla, prendió la pantalla, empezó el ultrasonido, pero su cara de seriedad y desconcierto inmediatamente me transmitieron el mensaje… algo andaba mal. Chepe me tomaba de la mano, no decía nada y pude sentir largos minutos de silencio en la habitación… colocó el dopler, no se escuchaba nada, sentí frío, la mente en blanco, desolación. Finalmente el doctor habló, y usó palabras sutiles, suaves, rebuscadas y delicadas para decirme que mi bebé ya no tenía vida. No recuerdo exactamente qué palabras dijo, solo recuerdo que el tono y la manera con que lo dijo fue tan suave que no sentí el golpe de repente y mi incredulidad pudo más, me levanté, me vestí… nos estaba esperando en su consultorio y entramos, sentía la consternación de su parte, estaba preocupado por nosotros, yo incrédula seguía con la ilusión y con el beneficio de la duda.
Como mi mente estaba en blanco, no recuerdo qué hablaron con Chepe, solo sé que mencionó que si yo no estaba tranquila ni segura con el diagnóstico, que podía ir a hacerme un ultrasonido de esos que miden hasta el torrente sanguíneo -no sé cómo se llaman-, y yo, no confiada salí caminando de la clínica como que nada pasaba, desafiando los planes que tenía mi poder superior. Salimos de la clínica caminando y solo tuve valor de hacer una llamada: a mi mamá. Marqué y solo recuerdo haberle dicho “creo que perdí el bebé, no escuchamos el corazón, parece que hay que hacer legrado, yo no lo creo y no quiero”, mi mamá me dio todo su apoyo a distancia y me pidió que me aferrara a los planes de Dios. Esa noche tenía convivio en mi casa, yo era la anfitriona, no quería que nadie lo supiera y como todavía el beneficio de la duda vivía en mí, atendí a todos con los ánimos cortados pero la sonrisa puesta.
Pasó el 20, 21, 22… y yo empecé a desencantarme con la idea de que a lo mejor y mi bebé todavía tenía vida, mi doctor me dejó tomar la decisión a mi ritmo para decidir cuándo hacerme un legrado. Durante esos días, el 22 sentí un desapego profundo, llamé al doctor por la noche, era ya tarde y le dije que quería irme de Guatemala -quería pasar unos días con mis papás- y que quería hacerme al día siguiente el legrado; me puso cita a las 7:30 am.
Llegué a la clínica al día siguiente, entré, no había nadie, era sábado, vísperas de Navidad, todo allá afuera era música, lucesitas, árboles, regalos y convivios, pero dentro de mí no había nada, solo desolación y desilusión. Me pusieron los óvulos de dilatación y me mandaron a “descansar” porque en cualquier momento el trabajo de parto llegaría, nunca me lo tomé en serio, fui a almorzar a casa de mi suegra con todos los cuidados especiales de ella. Fue alrededor de las 12:30 pm cuando empecé con cólicos, creí que eso era el famoso trabajo de parto pero un par de horas más tarde pude comprobar que solo estaba entrenándome a lo que verdaderamente era el dolor de un trabajo de parto que se venía. Aguanté hasta las 3:30 pm y nos fuimos al hospital, no recuerdo nada del camino, mi vista era nublada, miraba borroso, tenía náusea, me dolía absolutamente todo, hasta el alma.
Entré al hospital, estaban transmitiendo un clásico entre el Madrid y el Barça recuerdo al fondo porque mi doctor llegó con su camisola puesta, algo que vi claramente como una analogía, en esto íbamos a ganar como equipo entre Chepe y yo porque definitivamente no era para superarlo sola. Recuerdo que dentro de tanto dolor, hubo un momento que perdí la conciencia.
Finalmente yo estaba en sala de operaciones, dijeron “anestesia general” y solo recuerdo que el anestesista me dijo “piense en lo más bonito que le haya pasado y cuente de 10 para 1”, no recuerdo haber contado más allá de 8 y haberme visto en Disney con mis papás.
Desperté y solo escuchaba el “pip, pip, pip…” que medía mi pulso, estaba en sala de recuperación y pensaba “esto ya se terminó y me voy a mi casa” pero no. Me llevaron al cuarto, -porque en un hospital es mucho decir “habitación”- y lo único que pedí fue no ver a nadie, no quería saber de nadie, no quería que me llegaran a ver, solo quería vestirme, montarme al carro y regresar a ver el arbolito de navidad y guardar las cosas que ya había comprado para mi bebé.
El doctor dijo que tenía que quedarme y yo me opuse, “mañana es nochebuena doctor” pero él insistió, me quedé, me acompañó Chepe cada segundo. Recuerdo cuando una enfermera me preguntó “por qué está aquí seño, tuvo un aborto natural?” y creo que fue la primera vez que lo dije con entera certeza, ella me hizo pensar en mucho y a la vez pude empezar a soltar, llorar y aceptar cuando me dijo “esto es peor seño, es como venir por un parto, sufrir de dolores pero irse sin su hijo”.
Amanecí acompañada por Chepe el 24 de diciembre en el hospital, algo que jamás habría planeado, me dieron de alta con muchas indicaciones de reposo y porque le rogué al doctor que así fuera, no quería pasar “las 12” en un hospital; me vestí y me fui a mi casa únicamente con una muestra de mi placenta para pruebas genéticas que guardé en la refrigeradora; allí me arreglé y me fui a esperar la nochebuena donde mi cuñada, hablé con mi mamá, quien estuvo pendiente de mí cada instante a distancia, para desearle “Feliz Navidad”, cenamos, esperamos “las 12”, rezamos al Niño Jesús, nos abrazamos y destapamos regalos.
Fue una Navidad insípida, aparenté toda la noche estar bien fuera de mí, pero por dentro me sentía vacía, física y emocionalmente, solo esperaba las horas para montarme en un avión y correr a abrazar a mi mamá, llorar sobre su hombro y contarle lo frustrante y desolador que era haber tenido todo un plan hecho que se veía esfumarse como el humo de los “cuetes” de Navidad. Pensaba cómo era de contradictoria la vida, que mientras yo de rodillas rezaba por el nacimiento de Jesús, al mismo tiempo me quitaba la oportunidad de ser mamá.
Con el tiempo supimos que esperábamos a una mujer, Valeria era su nombre, y mi embarazo no pudo llevarse a cabo porque venía con un desorden genético llamado Síndrome de Turner.
Las Navidad también es triste, y después de que Valeria se fue con nuestros planes y nuestras ilusiones, mis Navidades nunca serán la misma. Hoy tengo dos hijas que han venido a completar mi historia personal y trato de disfrutar cada instante porque hoy tenemos y mañana ya no sabemos.
~N