“Prepara a tu hijo para el camino, y no prepares el camino para tus hijos”, decía la frase que leía mientras llegaban mensajes de apoyo tras nuestra mudanza hacia otro país, el cuál sería ahora nuestro nuevo hogar.
Cuando te conviertes en inmigrante, dejas muchísimas cosas atrás: tradiciones, costumbres, rutina, estilo de vida, amigos, familia, sabores… y otro montón de sensaciones que resultan indescriptibles con las palabras. Te vas y te llevas la experiencia, lo vivido, lo que lograste empacar… lo que cabe en tu mente, tu corazón y en las maletas. Te mueve la ilusión de buscar nuevos horizontes y a pesar que tú sigues siendo la misma persona, ahora tu historia empieza a escribir un capítulo nuevo en el libro de tu vida.
Lo describiría como una montaña rusa, te harás mil preguntas y te sentirás lleno de ansiedad e incertidumbre, esa que muchas veces puede estar a tu favor porque te permite empezar en un plan de vida nuevo, o aquella que a su vez te hace sentir inseguro porque no tienes idea a lo que vas.
Retrocedo en mi mente años atrás, y nunca imaginé tener que dejar mi país, y menos tener que explicarle a mis hijas que ahora su vida no sería igual; que todo dejaría de ser como antes, y que ahora empezaríamos de nuevo, de cero. Despedir amigos, dejar la casa, nuestro espacio, cambiar el clima al que estaban acostumbrados nuestros cuerpos y hasta la sazón de la comida local. Ya no asistiríamos a los lugares que eran familiares para ellas, tendríamos que aprender a soltar emocionalmente, y dejar ir una que otra de sus pertenencias que no cabrían en la mudanza.
Definitivamente en la vida hay momentos que nos marcan, que te hacen resistirte a cambiar, pero al mismo tiempo te transforman, nos hacen más fuertes. El cambio me abrió los ojos hacia una actitud más receptiva y resiliente ante la vida. A su vez, me hizo cuestionarme qué tanto estoy enseñándoles a mis hijas a atreverse a vivir nuevos retos y aceptar con valentía los cambios que éstos conllevan.
A la fecha me sigo preguntando si las estoy preparando para la vida, o si estoy tratando de amoldarla para que ésta sea más fácil para ellas. Lo cierto es que, si abrimos bien los ojos, los cambios nos llegan todos los días y raras veces les prestamos atención, regularmente lo hacemos cuando éstos requieren gran esfuerzo físico o emocional en reponernos. Los cambios son simples, desde el momento que haces un plan y éste no salió como querías o esperabas; hasta complejos, como cuando te sorprende una enfermedad inesperada, la pérdida de un ser querido, o te enfrentas a una realidad o futuro distinto al que tenías en mente y crees haberlo perdido todo. Regularmente preparamos a los niños para los cambios simples, y rara vez para los complejos. Pero, qué pasará cuando no estemos cerca?
Si les enseñamos a nuestros hijos a tener una actitud receptiva ante la vida, no se derrumbarán fácilmente ante cualquier circunstancia. Si aprenden a acoplarse al cambio, no necesitarán resistirse a éste porque sabrán resolver cualquier dificultad con valentía y aceptación; claro está, que no es tan fácil decirlo como hacerlo.
Dicen que la resiliencia se practica en cada oportunidad que tenemos para adaptarnos de nuevo a cada circunstancia o adversidad en la vida. Curiosamente, pude observar en mis hijas que los niños se adaptan más fácilmente, su capacidad de enfrentar la realidad no tiene prejuicios ni sesgos como muchas veces los tenemos los adultos por experiencias pasadas -propias o ajenas-.
En nuestro caso, adaptarnos al cambio nos llevó a una serie de ajustes personales y familiares, algunos a corto y otros a mediano plazo. Entendí que éste empieza dentro de nosotros mismos, que no se trata de componer el camino, se trata de prepararnos para trazarlo y cruzarlo sea como venga. Aprendí que como mamá debo mantener una apertura constante y entusiasta, practicar la gratitud diariamente para contar todas las cosas positivas que el cambio trae en nuestras vidas. Aceptar aquellas situaciones que no puedo modificar -como haber dejado muchas cosas importantes y valiosas atrás-, y cambiar todas aquellas que puedo para empezar a acoplarnos al presente -descubrir y construir nuevos planes aquí-.
Los pequeños anclas han sido una forma de recuperar la estabilidad familiar y encontrar un balance más rápido de lo que pensamos; desde haber traído nuestras cosas en la mudanza, hizo que los espacios fueran más íntimos de nuevo, más familiares para todos. Por otro lado, mantener costumbres y tradiciones, nos da un sentido de pertenencia, una forma de mostrar quiénes somos y de dónde venimos. Así también, haber buscado en la ciudad todo tipo de actividades que para nosotros eran importantes anteriormente, nos hacen encontrar nuevos motivos y comunidades para querer estar y quedarnos aquí.
Continuar con nuestros principios y valores, nos ayuda a reconocer que estamos en constante transformación, y que está en nosotros convertir cada momento en algo más productivo y positivo para todos; que el hogar está en donde está tu corazón, y si el corazón va lleno de experiencias, no importa a dónde nos lleva la vida, porque sabremos caminar a través de ella sea como ésta venga.
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